viernes, 21 de mayo de 2010

Lima

Lo que más cuesta es siempre salir de casa. Los tediosos preparativos, las alcohólicas despedidas, los problemas de última hora que surgen y que no hay manera de arreglar por más que la tecnología haya avanzado en este negocio de la exploración de montañas lejanas. Por eso cuando conseguí empaquetar todo lo necesario para sobrevivir durante un mes en los Andes dentro de dos petates y los bajé arrastrando por las escaleras del edificio, en mi rostro contraído por la fatiga se reflejaba la esperanza de levantar amarras tras estas últimas semanas saturadas de contratiempos. En el portal encontré las ultimas muestras de la realidad que abandonaba: un periódico tirado en el suelo que se hinchaba de descontento social frente a la situación económica y un cartel pegado en la puerta y escrito con torpe caligrafía: “Se ruega al vecino que haya robado los casquillos de las lámparas y que ha pinchado la luz de su vivienda a la del portal que deshaga la situación o será denunciado”. Cerré la puerta con asqueado cansancio.


Lima es una ciudad caótica y gris. El trayecto desde el aeropuerto es una continua caravana de vehículos donde los Santos y mensajes divinos que adornan los automóviles protegen de los quiebros continuos de los taxis, de las paradas imprevistas de las camionetas de pasajeros o de las motos que se introducen en mínimos pasillos en movimiento como si fuesen cartilaginosos seres invertebrados. Aquí las leyes de la vialidad no pueden estar más alejadas de lo terrenal y en vista de los mensajes proféticos, especulo con que este “big bang” motorizado ha de estar amparado por las más misericordes intenciones del más allá. En los cristales traseros de las furgonetas hay lemas clásicos como “Dios es amor”, “Mi chaperito” o “Linda Sandrita”. Otros más profundos como “Tu envidia alimenta mi progreso” o el nombre completo del conductor grabado con letras que se incendian en llamaradas sobre la chapa desconchada del vehículo: “Erick Jesus Rocky Smith”. En cada semáforo una horda de vendedores ambulantes asaltan los vehículos y ofrecen sus galletitas, cacahuetes, cortezas de cerdo y frutas de todo tipo a los impasibles viajeros. Llegando al centro el espectáculo se sofistica y en un semáforo junto a la plaza Mayor un joven cruza el paso de peatones dando volteretas, caminando sobre las manos y sosteniéndose sobre un brazo mientras su compañero recauda unas monedillas entre los conductores. Pese a mis dudas sobre la existencia de una vida después de la muerte, durante los 45 minutos del trayecto, he agradecido la encomendación de los conductores limeños a lo sobrenatural que nos ha mantenido indemnes frente a los quiebros cumbieros de los vehículos en las avenidas de tres carriles hasta llegar al hotel bajo los cielos encapotados de esta ciudad grisacea y húmeda en la que ya se han asentado los fríos del invierno.

Hace ya unos años que los gurús de la restauración se rascaban la cabeza al ver aparecer la ciudad de Lima entre los más pujantes centros gastronómicos de la escena gourmet internacional. Esa trayectoria se ha asentado hoy en día gracias a la biodiversidad que llega desde las regiones del Amazonas que cubren más de la mitad de la superficie del país, la corriente de Humboldt que arrastra aguas ricas en algas hasta las costas peruanas acompañadas de todo tipo de variedades de pescado o la fortificación de los Andes protegiendo microclimas que ofrecen desde uvas para la destilación del pisco hasta cerca de 5000 variedades de tubérculos. Estas especiales condiciones geográficas junto con la supervivencia de la cultura tradiconal han hecho que la gastronomia popular peruana se haya mantenido viva y que hoy en día gracias a los nuevos cocineros y el empuje de los empresarios de la restauración sea una de las capitales gastronómicas americanas. Esa noche de cuerpo perdido en una ciudad extraña con la mente divagando por abrirse camino desde el ajetreo que había abandonado 9.000 kilómetros atrás, la pasé en un espléndido restaurante de nueva cocina, el Panchita. Allí cené junto a Michelle, una antigua amiga limeña a la que no veía desde mi anterior visita al país 13 años atrás. Con un trago de pisco sour, un ají de gallina y un seco de cordero sobre la mesa repasamos vagamente las tropelías de nuestro último encuentro. Todo iba de maravilla hasta que Michelle dio muestra de su buena memoria: “¿Recuerdas cuando estuviste en la carcel?”. No, la verdad es que no recordaba ese episodio nefasto que se solucionó antes de meterme entre rejas con un abultado soborno y dramáticas explicaciones. Hay veces que es mejor no tener memoria.

Estábamos tomando un trago después de cenar acompañados por una suave música andina. Yo, con la cara apoyada sobre una mano, los ojos enrojecidos por la falta de sueño y la mirada ligeramente perdida buscando esa parte de mí mismo que había quedado abandonada en el océano Atlántico o en algún punto de las selvas del Amazonas mientras el avión cruzaba el continente y transportaba mi cuerpo a mucha más velocidad que mi espíritu. Michelle emocionada recordando aquellos días de baile y juventud desbocada que nos habían llevado a conocernos con bastante poco acierto por mi parte a la hora de identificar rostros y lugares. “Lo siento Michi tantos años de escaladas en hipoxia, el alcohol para celebrar que seguimos vivos y tanto humo inhalado para adormecer a la bestia interior cuando no es momento de escalar o de atravesar un callejón oscuro en una ciudad inquietante que el pasado se confunde en una nebulosa technicolor. Suerte que tenemos oportunidades como esta para revivir lo que el tiempo ha dejado perdido en el camino”. Me disculpaba así de mi mala cabeza, de los continuos acontecimientos que se suceden en unos pocos días y que luego quedan relegados al olvido pues llegan nuevos imprevistos, nuevas casi-encarcelaciones, para sustituir una realidad ya paladeada.

El camarero llegó con dos nuevas bebidas y me miró fijamente, luego volvió la cabeza en dirección a las mesas iluminadas fugazmente por una luz pasajera de discoteca de provincias y sin poder reprimirse me asaltó: “Pero... ¿Usted... no estaba hace un segundo tomando una copa en la mesa de la esquina?”. “No, respondí con una sonrisa forzada, me confunde, llevo más de una hora charlando con esta joven en este mismo lugar de la barra. Prometo que no me he movido.” El camarero regresó al cabo de unos minutos. “Disculpe que le moleste pero hay un tipo sentado en aquella mesa que es igual a usted. Es asombroso. Por un momento he pensado que no estaba en mis cabales, pero es así, se lo prometo, ese caballero y usted se parecen como dos gotas de agua.” Michelle me miraba sorprendida, eché la banqueta hacia atrás y me encaminé con pasos lentos hacia la oscuridad que reinaba entre las mesas. En un sofá marrón una pareja se besaba apasionadamente, ella llevaba una minifalda tan corta que pude ver su ropa interior mientras la mano de él le acariciaba el muslo. Las luces en movimiento barrían la sala haciéndola más grande de lo que en realidad era: sólo tres o cuatro mesas con sus sillas de madera y dos rincones cerrados por sillones de cuero, en uno la pareja que sin el apoyo de la luz parecían un bulto con cuatro manos que se palpaban como si buscasen una herida tras una balacera y en la otra un perfil reconocible de un hombre solo frente a su copa con un cigarrillo humeante en el cenicero. No pude distinguir bien sus rasgos en la oscuridad y tampoco quise esperar hasta la próxima barrida del haz de luces, me acerqué y me presenté. Su rostro era muy parecido al mío, los mismos recortes angulosos, la misma nariz judía, los mismos ojos chiquitos como de roedor y una mata de pelo revuelto coronándole la cabeza. Igual de oscura pero más abundante. Algo más gordo, sin la cicatriz en la frente que puede distiguir en el siguiente giro de luz y con los ojos más claros, casi verdes. Estaba absolutamente estupefacto ese tipo era como una versión mejorada de mí mismo. “Samuel Montero, para servirle, siéntese caballero.” Y con una mano sarmentosa me indicó un lugar a su lado. “¿Nos conocemos?”

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